No existe nada más sublime que el sabor de un postre peruano. El contraste de sabores en la escala de la dulcibilidad culinaria, de nuestra cocina peruana, nos permite iniciar un hermoso viaje al momento de tener que decidir que postre vamos a comer. Pero este viaje no solo representa una simple decisión rutinaria, es más que eso.
Un postre es considerado un complemento del plato de fondo, sirve para deleitar nuestro paladar luego de las comidas principales, aunque esto no es una regla estricta para un peruano. El ciudadano de a pie consume postres constantemente, en lo que conocemos comúnmente como “darnos un antojito”.
Los postres son mágicos, desaparecen la tristeza y nos arrancan una sonrisa, alegran nuestros días, mejoran nuestras noches. Nos brindan momentos de calidez y en ocasiones, logran liberarnos de los raros días calurosos de esta ciudad capitalina. Un postre siempre es un buen pretexto para escapar de la rutina.
Se pueden comer de día o de noche, solo o en compañía de nuestros seres queridos, en una feria, en la comodidad de tu hogar, en una plaza, en la esquina de tu casa, lo puedes comprar, para comer o para llevar, puedes obsequiar uno o también recibirlo como un lindo detalle, se lleva frío o caliente; desde un clásico y delicioso turrón, aprovechando el mes morado, o quizá unos ricos picarones en un puesto del Boulevard Chabuca Granda, tenemos la mazamorra morada y el arroz con leche, el arroz zambito, el suspiro a la limeña, luego un rico sanguito, el camotillo, el frejol colado, una larga y enorme variedad de delicias peruanas, no olvidemos el postre de sandía ucayalino, el chapo o el shibe, loretanos ambos, ni mucho menos el queso helado ni las chapanas provenientes de nuestra sierra peruana. Comer un postre es conocer el cielo.
Bendito aquel que tiene espacio siempre para uno más.
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